viernes, 9 de septiembre de 2016

"LA GENTE NO CAMBIA JAMÁS"

Si algo he aprendido en la vida es que la gente no cambia. Nunca.
Podemos limar aristas; mejorar mucho o poco; matizarnos o autocontrolarnos por vergüenza, por cariño, por respeto o por simples razones de oportunidad social, y, más que otra cosa, disimular. Pero lo que se dice cambiar nuestra esencia, eso jamás de los jamases.
La gente no cambia
El que es un cretino en tercero de Primaria, lo seguirá siendo a los cuarenta tacos, aunque la vida le haya hecho aprender, posiblemente a palos, que a veces es mejor tener la boca cerrada por eso de que tonto callado, por listo pasa.
El niño vanidoso será un adulto egocéntrico, aunque, si tiene un mínimo de habilidad social, sabrá fingir que se interesa por la peña para no parecer un gilipollas.
El joven libidinoso terminará siendo un viejo verde, y lo parecerá más o menos en función de su sentido del decoro y de su amor propio. El infiel siempre sentirá deseos de ser infiel, y los aplacará mejor o peor según el respeto que tenga por su pareja, su concepto del deber o las circunstancias.
El típico chistoso seguirá haciendo gracietas en su lecho de muerte.
De igual manera, las personas bondadosas, generosas, nobles y bienintencionadas permanecerán así durante toda su vida aunque tengan momentos de debilidad o etapas de centrarse en sí mismas. Los buenos sentimientos no se corrompen aunque se manchen.
No tenemos la culpa de no cambiar. Si permanecemos inmutables sobre todo es por dos motivos: porque nuestra naturaleza (nuestra genética) y lo aprendido a cierta edad es más difícil de rayar que un diamante, y porque la sociedad misma no permite que cambiemos. Esto último es fundamental. A partir de cierto momento, más temprano que tarde, la comunidad en la que nos desenvolvemos nos asigna un rol, un papel en la obra, un mote, y ya no hay vuelta atrás. El tomado por tonto será siempre tratado como tal. Con el pesado siempre resoplaremos aunque alguna vez resulte ameno. Del graciosete sus amigos solo esperarán chistes y no lo querrán para nada más. Al “malo” lo harán más malo a fuerza de evitarlo y marginarlo, y al bueno le exigirán siempre bondad, pero si un día, por lo que sea, empezara a volverse un cabronazo, todos dirían que no es culpa suya y que en el fondo es un santo.
Somos víctimas insalvables de lo que el grupo espera de nosotros.
Esta visión rígida (yo diría que realista) de la naturaleza humana no es incompatible en absoluto con creer en nuestra libertad, con la idea cristiana de que el hombre puede redimirse, de que la salvación está en sus manos. Para mí la redención no se produce cuando triunfamos en nuestros intentos por borrar nuestros defectos naturales, pues estos defectos por desgracia casi siempre son imborrables. Nos salvamos gracias a nuestro sufrimiento por padecerlos, a nuestro deseo honesto por superarlos, a nuestro tesón sincero por camuflarlos en beneficio de los demás o incluso de nuestra propia dignidad. El ser humano es grande por eso, por su capacidad de echar pulsos fieros e interminables a su forma genuina de ser, de sacrificar su instinto en aras de una convivencia armoniosa, de autorregularse por amor.

El arte de vivir

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