martes, 4 de febrero de 2014

"EL PRECIO DE LA VIDA"

¿Vale la pena lo que pagamos por vivir?


EL VALOR DE LAS COSAS NO ES EL QUE TIENEN SIN NO EL QUE ESTEMOS DISPUESTOS APAGAR POR ELLAS


Dinero
Estamos viviendo una época en donde es urgente dejar registro, vestigio, huella, estela. Pero al instante. No para la fortuna —o desgracia— de futuras generaciones, sino que para la nuestra. La actual. Sucede que nuestra filosofía, hoy en día, se ha vuelto tan desechable que, así las cosas, nadie piensa en trascender —trascender se lo dejamos al TÍO BOONMEE, claro está—. Sólo se piensa en ser. Y ser en el ahora, ser ahí: Dasein. No en el después. No en el futuro. Por esto mismo hemos ido creado cuentas en Fotolog y en Flickr y en MySpace y en Facebook y Twitter y en Foursquare y en Instagram. Ya que necesitamos, más que nunca, ser parte de comunidades y que las comunidades sean parte de nuestra vida. Precisamente: de un instante de nuestras vidas.

Tal vez todo esto suena como una videoconferencia de Leo Prieto.

Y, claro, suena como Leo Prieto porque es tenebroso.

Pasa que, hoy por hoy, solamente disfrutamos consumir cultura de forma intangible y superficial. De hecho, estamos consumiendo cultura no por el goce que producen en sí mismos los objetos culturales (libros, películas, discos), sino por la significancia que estos nos dan dentro de ciertas comunidades virtuales. De pronto hemos desviado el placer al soporte, a lo estético, a la forma. A esos dispositivos —Kindle, iPad, iPhone— que nos permiten, principalmente, dos cosas; primero: poder dejar, dentro del colectivo virtual, ese registro instantáneo que tanto necesitamos; segundo: ser aceptados, posteriormente, por ese colectivo virtual.

De pronto nuestra agobiante búsqueda de validación —de ser-en-el-ahora, a lo Heidegger: un visionario en cuanto a tecnología— nos ha llevado a asistir a ciertos lugares —’eventos’— sólo porque ‘se debe ir‘. A ver ciertas películas sólo porque ‘se deben ver‘. Para ser-en. Por lo mismo cada vez encontramos más y más personas haciendo CHECK-IN en Foursquare . Más y más personas participando imperiosamente de los Trending Topics en Twitter. Es entonces en ese deber-hacer (deber-ser) donde actualmente nos estamos construyendo. Y perdiendo.


NO HAY LUGAR COMO INTERNET
Megan (Rachel Quinn) tiene 14 años. En su colegio todas las chicas la admiran y todos los chicos quieren acostarse con ella. Ella lo sabe y se comporta de forma cool con eso. Al parecer, no se hace problemas con ser una chica-objeto. Es más: a veces se deja llevar y no piensa mucho las cosas. Le gusta tomar riesgos. Disfrutar la vida. Precisamente: disfrutar los momentos de la vida. Los instantes. Sin embargo, se trata de una chica dañada: en casa tiene una relación enfermiza con su madre. Y de su padre —padrasto—: mejor ni hablar.
La mejor amiga de Megan es Amy (Amber Perkins). Ella, sin pensarlo mucho, es su personalidad
Extres
opuesta: duerme con un oso de peluche, viene de hogar constituído, es reservada y no goza de la simpatía de sus pares, de hecho, es constantemente menospreciada por no usar drogas y ser virgen. Una mezcla bastante pasmosa para la comunidad que la rodea. La que, por cierto, comparte bastantes rasgos de la personalidad de Megan.
El mundo de estas dos chicas dará un giro cuando Megan, en una sesión de chat estilo Skype, conoce a Josh: un chico que dice ser skater, que dice ser surfista, que dice ser cordial, que dice ser preocupado, que dice estar interesado en ella, que dice querer conocerla en persona, que, de pronto, dice querer cuidarla y protegerla y nunca, pero nunca, hacerle daño.

Rodada en ocho días, montada al estilo mockumentary —utilizando grabaciones de teléfonos móviles, webcams, cámaras de seguridad, videocámaras y noticieros— y con distribución directa al mercado DVD, Megan is Missing (2011) —¿La nueva CATFISH? ¿La nueva Paranormal Activity?— coloca sobre la palestra un asunto fundamental de nuestra era: la tendencia por conocer gente a través de chats y redes sociales y las respectivas consecuencias de estas practicas.
Si bien este tema ya ha sido tratado de diversas formas anteriormente (Hard Candy, Trust, CATFISH), Michael Goi, el director (que antes había trabajado en The Mentalist, My Name is Earl, Life on Mars e Invasion), consigue un nuevo universo al incluir, por ejemplo, elementos del género torture-porn (Baise-Moi, Saw, Hostel, Martyrs), sin nunca caer en la saturación o el abuso de lo grotesco.
Además, Goi divide Megan is Missing en tres segmentos, siendo el primero la presentación de los personajes y, por consiguiente, nuestro invitación a su mundo —nuestro mundo—, uno que se parece un tanto al de Kids de Larry Clark —con drogas y sexo a destajo, pero en versión Android—. El segundo segmento va sobre la incipiente relación entre Megan y Josh  y el tercero.. el tercero es el terror puro. Tanto, que tiene a todo Internet —caía de cajón— hablando de ella.
Por ahí Megan Is Missing es una película con bastantes fisuras —quizás las actuaciones, quizás el querer forzar la existencia de sensacionalismo en algunos programas de televisión— y también una película que hace 10 o 20 años atrás hubiese pasado absolutamente desapercibida. Pero, justamente, esa es su gracia: se trata de una película cruda e independiente que responde a la época actual.
A esta época de instantes. De imagenes borroneables.
De nosotros haciendo check-in en lugares en los que, tal vez, ni siquiera queremos estar.

El arte de vivir


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