Cuentan que cuando un antropólogo del Gobierno colonial belga llegó al Congo a principios del siglo XX y se encontró con una tribu de pigmeos, al ver en ellos unas personitas tan menudas, desnudas y alegres, les preguntó si se sentían hombres felices. Los pigmeos no supieron responder. La palabra felicidad no estaba en su vocabulario. No la necesitaban.
Vivir la vida |
Están quienes afirman que la felicidad es una invención de nuestra cultura y los que la consideran una utopía inalcanzable, pero necesaria para hacernos caminar. “La felicidad es el camino”, dicen. Hay para quien solo existen los momentos felices y para quien puede llegar a ser un estado permanente; los que dicen que feliz se es y los que dicen que en la felicidad se está. Está el continuo desear de Occidente y la moderación de Oriente; los que buscan la felicidad en el poder, el dinero y las posesiones y los que tratan de reducir el deseo a su mínima expresión; los que la buscan en la Tierra y los que se reservan para el cielo. Están los científicos que se atreven a lanzar una fórmula (F = E (M+B+P)/R+C), los que hablan de un gen de la felicidad y los que dicen que lo único de lo que podemos hablar es de bienestar o satisfacción. Están los que creen que la felicidad es amar y los que creen que es amarse, así como los que piensan que hay que amarse para amar. Están los que la intentan vender y los que la intentan comprar, los que la cantan, los que la escriben y hasta los que la huyen. Están los que como Santa Teresa confiesan que su mayor pecado fue querer ser feliz y los que como Borges afirman que no haberlo sido es el peor de los pecados.
El arte de vivir
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