Tal parece que nos hemos vuelto temerosos de la tristeza. Se ha puesto tanto énfasis en la felicidad, en el pensamiento positivo y en la autoestima, que corremos riesgo de olvidar que para ser personas plenas necesitamos aprender a sobrellevar también los momentos difíciles.
Sabemos que las emociones “positivas” son más disfrutables y las aceptamos sin reparos, pero es absolutamente normal sentirnos invadidos de vez en cuando por el pesar, o agobiados de angustia, duda o desilusión. Todas estas emociones tienen algo que enseñarnos acerca de nosotros mismos, y sin ellas jamás sabríamos lo que es la felicidad.
Sin embargo, no todos tenemos el mismo concepto de “felicidad”, así que empecemos por el principio.
Tristeza |
¿“La riqueza del amor y la amistad humanas”? Todo el mundo sabe que eso no es ningún lecho de rosas. Las relaciones personales pueden ofrecernos las satisfacciones más profundas y hacer una aporte enorme a nuestro sentido de plenitud, pero, en esencia, son desordenadas, impredecibles y, muy a menudo, nuestra mayor fuente de decepción, angustia y tristeza. Justo por eso es que tienen mucho que enseñarnos.
Cuando nos sentimos tristes o desanimados, llegamos a pensar que la vida es cruel o injusta, así que es fácil entender por qué, en esos momentos, la felicidad nos parece la mejor meta de vida o el estado “natural” por alcanzar. Sin embargo, eso pasaría por alto una importante verdad sobre la experiencia humana: la tristeza es una emoción tan auténtica como la felicidad. Los momentos de dicha y alegría, y también la sensación más profunda de bienestar que a veces nos envuelve, sólo tienen sentido porque representan un agudo contraste con nuestras experiencias de decepción, sufrimiento y tristeza, o incluso con esos momentos en que nos sentimos atrapados en una tediosa rutina.
Cuando oigo a los padres de familia decir “Sólo quiero que mis hijos sean felices”, siempre me siento tentado a preguntarles:
“¿Eso es todo lo que desean para ellos? ¿En verdad quieren que estén tan privados de emociones? ¿No les gustaría que aprendieran a sobrellevar la desilusión, el fracaso e incluso la injusticia?”
Existe el peligro real de que empeoremos las cosas si ponemos demasiado énfasis en “el pensamiento positivo”, y no el suficiente en vivir con valentía, bondad e incluso con nobleza ante todos estos cambios. Me temo que hasta el concepto de “felicidad” está adquiriendo un significado nuevo como consecuencia de nuestra obsesión por el control: tendemos a considerar la dicha como una señal de que tenemos todo “controlado”, lo cual implica que la tristeza indicaría lo contrario, como si pudiéramos elegir estar felices o tristes.
Pensar positivamente es mejor que pensar negativamente. Sin embargo, pensar en forma realista es algo todavía más deseable, y ser realista significa comprender que la riqueza de la vida radica en una interacción constante entre luces y sombras.
“¡Arriba!”, nos decimos unos a otros, pero, ¿para qué intentar producir un estado emocional positivo en alguien que está pasando por una adversidad, una pérdida o una desilusión? En esto estoy de acuerdo con Marcel Proust, quien dijo: “Sanamos de un sufrimiento sólo al experimentarlo en su totalidad”.
Muchas personas aseguran que su mayor crecimiento y desarrollo como seres humanos han provenido del dolor y del pesar, no del placer. Así que, cuando necesitamos sentirnos tristes, es un error tratar de apresurar el proceso de sobrellevar nuestro sufrimiento, decepción o pena. La felicidad por lo general nos llega en momentos súbitos y fugaces; en cambio, asimilar nuestras emociones más sombrías nos lleva tiempo.
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El arte de vivir
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