jueves, 6 de noviembre de 2014

"EL VALOR DE LA VEJEZ"

El encanto de la vejez 

SER ANCIANO implica haber vivido una prolongada existencia, encontrarse al final de un largo

Vejes y juventud
viaje, quizá demasiado cansado. La ancianidad es también tiempo de despedidas. Las cosas y los afanes le van dejando a uno. También la gente querida que ha partido antes que nosotros. Con frecuencia, como recuerda Ovidio, se siente el abandono de quienes más nos debían. La ancianidad es antesala natural de la muerte y del juicio divino; antesala, del gozo y descanso eternos. Pero no se puede olvidar que la ancianidad pertenece todavía al tiempo del peregrinaje terreno. Es, por tanto, tiempo de prueba, tiempo de hacer el bien, tiempo de labrar nuestro destino eterno, tiempo de siembra. No puede concebirse la vejez como una época fácil de nuestra vida. A los trabajos propios del peregrinaje sobre la tierra —eso es la vida humana— se suman la progresiva pérdida de fuerzas, la inercia de cuanto se ha obrado anteriormente, los característicos defectos de la vejez contra los que es necesario luchar, los inconvenientes que plantea este siglo nuestro tan inhumano.

Es inevitable envejecer; Por ello, la vejez, que es tiempo de serena recogida de frutos, puede ser también tiempo de naufragios. Se atribuye al general De Gaulle esta descripción amarga de la ancianidad: «La vejez es un naufragio.» La frase debe calificarse en ocasiones como de muy justa. No es sólo un naufragio de las fuerzas físicas o una disminución paulatina de las mismas fuerzas morales: inteligencia y voluntad. Es un naufragio de todo el hombre. Digamos que en la vejez puede revelarse con todas sus fuerzas —y sin piadosas vendas que lo oculten—el naufragio de toda una vida. Tantas veces el estrepitoso derrumbamiento moral de la vejez muestra que se naufragó en la adolescencia, en la juventud, en la madurez. Metido en la corriente de la vida, se intentó almacenar, como el cocodrilo, las pequeñas piezas cobradas en sórdidas cacerías, y el paso del tiempo lo único que hace es difundir su olor a podrido.

Pensemos la madurez y la vejez, para pensarnos mejor como individuos plenos. Celebremos los cincuenta, los sesenta, los setenta y más porque son el resultado de haber vivido, con sus luces y sus sombras. Nada menos que de haber vivido y seguir viviendo.


En oposición a la adolescencia —que es tiempo de promesas y de esperanzas, tiempo en que el ensueño desdibuja los perfiles de las cosas y de las acciones—, la ancianidad es tiempo de recuento, de verdad desnuda, de examen de conciencia. Y aquí radica no poco de su utilidad y de su grandeza. Digamos que la misma debilidad de la vejez es su mayor fuerza y, a una mirada cristiana, uno de sus principales encantos.

Madurez 
    El envejecimiento es algo real, inescapable, que a partir de cierto instante de la vida va a aparecer ineludiblemente. Pero el ser viejo es una situación subjetiva e individual, es decir que cada hombre debe determinar para qué se considera viejo. Este análisis se halla vinculado con las distintas etapas de su vida misma.
El hombre es el único ser de la especie viviente que no posee edades de declinación. A lo largo de su vida evoluciona hasta alcanzar su máximo desarrollo y plenitud, la que sólo finaliza con la muerte la que lejos de ser la destrucción de la vida, es su trascendencia. Los valores adquiridos a lo largo de la vida alcanzan en la vejez la mayor plenitud ya que en el anciano radican las fuentes del pasado, y el ser humano que no conoce su pasado no puede proyectar su futuro.

Quisiera finalizar estas reflexiones expresando que cuando miro hacia atrás, analizando mi vida, pienso que he tenido mucha suerte. Cuando digo que he tenido suerte en realidad se trata de <<voluntad de suerte>> compartiendo la expresión de George Bataille. Esta voluntad de suerte es una mezcla de osadía y voluntad. Soy de los que consideran que el camino más corto entre dos puntos es la recta, y que el requisito para toda consideración humana es la libertad.

El arte de vivir


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