lunes, 13 de abril de 2015

"¿SE PUEDE SER FELIZ REODEADO DE INFELICIDAD?"

La aspiración de todo ser humano acerca de la duración de la felicidad esta condenada por la propia naturaleza de la misma: Es producto de un equilibrio entre la biología y la psicología, una historia y un entorno. Nada es perfecto, ni siquiera la felicidad.

Ser feliz
Es cierto que el cerebro —escondido y a oscuras en el interior del esqueleto— no sabe a ciencia cierta el motivo por el que se siente súbitamente amenazado: ¿se trata de un mamut lanudo, una congestión de tráfico o un estrés mental exagerado? El hecho es que los mecanismos para hacer frente a la ansiedad se ponen en marcha; aunque no de la misma manera para todo el mundo.
Si no comportara sufrimientos indecibles, la desorientación total del género humano frente a los desafíos psicológicos de la vida cotidiana podría provocar la sonrisa. Por ejemplo, la mayoría de la gente cree que el estrés siempre se debe a la falta de tiempo y al exceso de la carga de trabajo. Si fuera verdad, los jóvenes a quienes les queda por delante toda una vida y los mayores que han renunciado ya al trabajo no tendrían nunca estrés. No ocurre así en la vida corriente.
Una de las situaciones menos estudiadas y más comunes, sin embargo, es la de las almas supuestamente sensibles, a las que la pobreza y el dolor de los demás hace vivir con amargura. ¿Puede haber una situación más digna de compasión y hasta de admiración que la de aquella persona susceptible de empatizar con el dolor de los demás hasta tal punto que el solo conocimiento de la desdicha en que han caído los otros puede amargarles la vida a ellos?
Una amiga muy inteligente —eso sí, siempre amargada por las razones hasta aquí esgrimidas— me expresaba sus sentimientos con estas palabras: “La felicidad no viene sólo de dentro. Hay gente a la que le ha tocado vivir una realidad vital penosa y desesperante; no se puede negar esto. Y el dolor de estas personas, aunque no las conozcas, también es mi dolor”.
Cuando intenté hacerle ver que al asumir el dolor de los demás como propio se agranda la masa del dolor perceptible —más gente se hace infeliz—, me replicó: “Es verdad, estoy llena de odio hacia quien hace daño a los demás o a la naturaleza por egoísmo o avaricia. No me sobran motivos, pero ciertamente lo llevo al extremo”.
A nivel social estamos describiendo la situación de personas no necesariamente mal intencionadas, sino todo lo contrario, que actúan como virus contaminando su medio mediante acusaciones constantes hacia fuera y rencores hacia dentro. A nivel político, estamos apuntando a personajes que, en lugar de buscar remedios en el consenso con los demás, les achacan a éstos todo tipo de tropelías por el simple hecho de ser como son y ver las cosas de forma distinta.
La riqueza de la vida microbiana no ha sugerido a estas gentes ningún valor ejemplarizante. Les habría bastado, no obstante, analizar los mecanismos del famoso quórum bacteriano: antes de decidir si son suficientes —si todas juntas tienen la fuerza y razón necesarias— para invadir un nuevo espacio en la boca ocupada de los mamíferos, antes de tomar una decisión tan seria como la de establecerse por millones de individuos en una parte de las encías, las bacterias someten a murmullo, ¿votación?, consenso, la decisión contemplada. 
El dolor de los demás no es razón suficiente para amargarse la vida y amargársela al resto. Paliar aquel dolor no depende de generar mayor amargura; la solución pasa por elaborar nuevas estrategias de innovación y cambios de opinión que activen el quórum necesario para efectuar el trasplante. El propósito de cambiar el mundo no pasa por estigmatizar a la otra mitad y repartir, como los virus en un organismo, las agresiones y el mal humor. ¿Tan difícil es aceptar que la felicidad de los demás pasa por no tener derecho uno mismo a ser infeliz?


El arte de vivir

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